El gangrel miró a su alrededor asustado y furioso. Hacía ya dos noche que le perseguían y empezaba a estar cansado. Le gustaría tener un cara a cara con sus perseguidores, entonces recibirían su merecido. Olió algo en el aire, además del fuerte olor a gasoil: gente. Cruzó las vías hacia el otro extremo de la estación, en la zona más oscura. De lejos se oyó como ladraban los perros de la policía. Se metió debajo de un vagón y observó a los policías y sobre todo, a los perros. Miró sus ojos durante poco más de un segundo, y en ese momento se calmaron, dejaron de ladrar y de seguir el rastro. Los policías parecían extrañados; estúpidos mortales, los vástagos eran los auténticos amos de los animales.
Cada noche, todos los condenados salimos a las calles de la ciudad a bailar nuestro particular réquiem, cada uno a nuestra forma, pero todos con el mismo ritmo, el mismo tiempo haciendo tic tac, en un reloj inmenso encima de nosotros. ¿Y cuando den las campanadas finales? ¿Que ocurrirá en esa noche con nuestro réquiem? Bailando una danza macabra paso todas las noches.
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