jueves, 13 de agosto de 2009

El caso del Dr. Göttinger

Era tarde, así que casi todas las luces de la planta de consultas estaban apagadas. El Dr. Göttinger era el único que estaba allí. La única luz disidente con la oscuridad relativa -debido a la luz anaranjada que entraba desde el exterior, desde la ciudad- era la de su consulta. El doctor era un chico de veintitantos pero aparentaba mucho más debido a ciertos signos capilares -la alopecia, principalmente-. Estaba sentado delante del ordenador y de uno de sus informes, uno de un caso bastante raro. "Definitivamente, es algo más que raro" pensó Göttinger como si pudiera saber lo que digo yo, el narrador. "Es prácticamente... no, es absolutamente imposible. Lo que estoy viendo, los análisis, las pruebas, todo, es sencillamente imposible. Y sin embargo, ahí está". El caso al que se está refiriendo era el de una niña pequeña que había desarrollado varias enfermedades graves simultáneamente y de las cuales se había recuperado tan rápido como las había contraído. Infecciones de Yersinia Pestis -la bacteria que provoca la peste-, cáncer de páncreas, CID (coagulación intravascular diseminada), inmunodeficiencias muy graves, síndromes tóxicos, necrosis, insuficiencias renal, respiratoria, hepática y cardiovascular... todas ese tipo de cosas que dicen que terminan en muerte, o que son incompatibles con la vida. Pero no para esa niña. Cuando todos los médicos se habían conmovido por la mala suerte de la niña y esperaban lo peor, todo desapareció, sin más. El Dr. Göttinger se había alegrado, claro, pero no podía evitar que un ligero escalofrío le recorriera la columna hasta la nuca. "Curación milagrosa" decían los familiares y los medios. Varios investigadores de otros países se habían interesado por el caso de la pequeña.
En esa isla de luz estaba Göttinger, intentando vislumbrar cómo había ocurrido. Esa niña había roto todo lo que él daba por sentado, todo lo que creía saber. "Tiene que haber algo" se decía a sí mismo. Se negaba a aceptar la idea que le rondaba la cabeza incesantemente, especialmente cuando intentaba descansar la vista de la pantalla o tomaba un trago de refresco: la idea de que sí hubiera ocurrido así, sin explicación.
Cerca de las cinco de la madrugada, se quedó dormido sobre la mesa. En sus sueños se veía sobre una especie de barca, en la que había una tenue luz. A su alrededor era de noche y el mar era tan negro como el petróleo. Mirar el inmenso, inalcanzable, inconmensurable mar, le provocaba mareos. Sólo le calmaba mirar dentro de la barca y abstraerse, pero no podía evitar mirar el oscuro mar. Se despertó cuando oyó a alguien en el pasillo. Estaba sudando y no había descansado en absoluto. Se había hecho de día, y en una media hora, debería empezar a pasar visita.
Miró, una vez más, el informe. Lo guardó en un cajón, mientras su mente hacía lo mismo con el recuerdo y todas las ideas sobre el caso. En un mecanismo de defensa, su cerebro había reprimido el vistazo que el doctor había hecho hacia el inmenso mar.

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