De entre los árboles centenarios surgió el grito aterrador de un ser humano. Ese grito, ese último aliento, se propagó por encima del lago e hizo eco en las montañas grises. Después volvió el silencio absoluto. Quedaron inmutables la tierra y el cielo, y el musgo de las cortezas de los abetos siguió verde y húmedo, y la vegetación permaneció espesa y oscura.
En aquel lugar el tiempo no pasaba, los frondosos helechos eran testigos de ello. El agua fría del lago era la misma aunque no fuera la misma. El bosque se erguía orgulloso, empequeñeciendo el cadáver que yacía en su suelo y que desaparecería pronto, para el que el bosque quedara tal y como ha sido siempre, inmutable, perpetuo, eterno.
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