sábado, 28 de agosto de 2010

El aeropuerto

-¿Esperando su vuelo?
Aquel hombre sacó a Mark de sus pensamientos.
-Si, lo han retrasado, otra vez.- respondió con resignación. Tras un breve silencio, le pareció de mala educación no devolver la pregunta al extraño que se acababa de sentar a su lado.
-¿Y usted?
-Si, dentro de unas tres horas.
-¿Y entonces qué hace en el aeropuerto tres horas antes?
-Me gustan los aeropuertos, tienen algo... especial ¿sabe?
-Sinceramente no, están llenos de turistas o de ocupados hombres de negocios; todo está hecho para usar y tirar; el edificio en sí parece una gran nave industrial.
-Ah, es usted una de esas personas.
Un poco mosqueado, Mark preguntó:
-¿Qué tipo de personas?
-De ese tipo de gente que le gusta lo hogareño. Estoy seguro de que le gustan las estaciones de trenes antiguas y pequeñas, los pueblecitos con encanto, que le gustaría que la zona de espera de la terminal fuera la sala de estar de una ancianita, con alfombras y una chimenea y un gato durmiendo en un sofá.
-¿Y a usted no?
-No. Me gusta el acero y el cristal, los espacios amplios sin adornos. Los grandes ventanales hacia la pista de aterrizaje, el aire acondicionado y las raciones individuales. El frío tacto de los bancos de metal, como este, y las conversaciones trascendentales con gente que no volveré a ver nunca, como la que mantengo con usted.
Mark, ligeramente molesto pues aquel extraño parecía haberle calado en sólo un momento, escuchó la agradable voz de la megafonía anunciando el embarque de un vuelo.
-Acaban de anunciar mi vuelo, tengo que embarcar. Ha sido un placer hablar con usted señor...
-Que más da cómo me llamo o cómo se llama usted, es casi imposible que nos vayamos a encontrar de nuevo.
Se estrecharon las manos y Mark se dirigió hacia la puerta 53 y se perdió entre la multitud.

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