Me la llevé al parque. Estaba tan ilusionada que no paraba de mirarme con esos ojos inmensos, casi sin parpadear. Su mirada, vivaz y expectante, me seguía fascinando. Cuando llegamos la llevé de la mano cerca del estanque, en donde la fuente estaba encendida. Alrededor la gente paseaba a sus perros bien cuidados, y soplaba una brisa suave que nos recordaba el final de la estación y mecía algunos de sus mechones sueltos.
-¿Te gusta?- le pregunté sabiendo la respuesta.
Me sonrió con esa sonrisa suya contagiosa y alegre.
-No solía estar encendida cuando veniamos tu madre y yo.- le dije intentando ocultar la melancolía en mi voz.
Elegimos uno de los caminos al azar y comenzanos a caminar, a veces de la mano, a veces ella correteaba delante de mí, o se agachaba para ver una hoja en en suelo que le llamaba la atención o se acercaba a alguno de los perros. Disfrutaba viéndola explorar el mundo, descubriendo nuevas formas, colores, sonidos... Me sentía culpable por no poder acopañarla en ese viaje, pero aun me sentía responsable por el accidente de su madre y cada segundo con ella era un recuerdo vivo de sus ojos, de su gesto, de lo que la hacía única y especial.
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