El honor más grande que podía tener un templario era ser un electi. Uno de los elegidos. El mejor entre los suyos. Serviría a la Iglesia Angélica aun más allá. Guilliam iba a convertirse en electi. Cualquier podría decir que había nacido para eso. Ya de pequeño mostraba la calma que le haría popular entre sus hermanos de armas. Su cuerpo alético y oscuro y su mirada inteligente y decidida hacían que sus hombres confiaran en él. No dudó cuando había que usar el asta y cuando usar la palabra. Había estado en todos los rincones de Europa; desde la isla ibérica hasta la Tierra Marcada más allá de Moscú. Incluso aquellos que no se refugian bajo la amable y confortable mano de la Iglesia le tenían respeto. Todos los niños de su aldea querían ser como él, y blandían toscas espadas de madera y pinchaban con ellas a los cerdos mientras se imaginaban peleando contra terribles engendros. Guilliam era una de esas personas que hacía de Europa un lugar mejor. Pese a la lluvía constante, la miseria, la ignorancia, la opresión, la codicia, la pobreza, las destructoras tormentas y los engendros oníricos, Guilliam tenía un pequeño halo de luz a su alrededor.
Y en algún lugar, otros como él veían más allá del poder o las riquezas. Más allá había algo más, un futuro mejor. Esperanza era ver ese más allá. Y cada vez más gente miraba el horizonte y veía, más allá algo distinto, mejor. Todo comenzaría por esos niños con alas blancas y la tinta del Señor en la piel.
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