Tres largas semanas de sufrimiento. Tres semanas en las que te vi morir. Cuando ingresaste nuestros fríos cálculos te daban una mortalidad del 78%. Te juro que luchamos por ese 22%. Pero no fue suficiente; unas veces mejor y otras veces peor, no conseguías salir de tu estado crítico, hasta que un día, de pronto y por sorpresa, se acabó todo.
Fracasamos. Pero no en la UCI. Fracasamos todos por no haberte ayudado en su momento, cuando empezaste con la depresión y el alcohol. ¿Dónde estábamos entonces? ¿Dónde estaban todos esos médicos, enfermeros, auxiliares, aparatos y fármacos? ¿Dónde estaban todos esos medios cuando vivías en la calle?
Todos los días aparecía alguien para verte. Iban cambiando; un voluntario de una ONG, la enfermera de tu centro de salud, un amigo... Todos se preocupaban por ti, y ellos, como nosotros, tampoco pudieron salvarte.
Tu muerte no fue en vano, te lo prometo. Me enseñaste más de lo que podía imaginar, aunque estuvieras inconsciente. Además de los aspectos puramente técnicos, me dejaste aún más claro que la verdadera diferencia entre la vida y la muerte ocurre en la calle, en el día a día.
Descansa. Sólo espero que ese dolor que intentaste ahogar en la bebida haya desaparecido.
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