Me adentré en el océano y nadé sin parar, sin pensar. Mis músculos comenzaron a arder y a quejarse pero yo sólo les pedí que siguieran adelante, hacia el horizonte, un horizonte azul en el que la línea entre el cielo y el agua se borraba lentamente mientras pasaban las horas. Al mismo tiempo debajo de mi la oscuridad me observaba en silencio.
Cuando no pude más paré; mirando atrás ya no veía la costa, una observación banal y superflua, pues me daba igual. Mi piel se helaba poco a poco con la inactividad de mi cuerpo mientras las olas me mecían elevándome y descendiéndome de forma tan suave que parecía a propósito.
Estaba lejos de todo y entonces me hundí. Y la oscuridad me aceptó, en silencio.