Los faros iluminando el asfalto a unos pocos metros de mí. Delante, sólo el brillo suave de las señales reflectantes, pocas y dispersas. A mi alrededor la oscuridad más inmensa. Dentro de mí pensaba que el único sitio en el que me encuentro a gusto de verdad es la carretera. Una carretera eterna que no se repite nunca, que siempre cambia, un cielo nocturno que me ofrece todas sus estrellas o que me mira con sombrías nubes que nada reflejan.
Parado en mitad de ningún sitio, en la nada, en el limbo entre lugares que la gente sí recuerda, con la puerta abierta, sentado en el asiento del conductor, comiendo y bebiendo algo para despejarme y seguir con los kilómetros y kilómetros que me separan de un destino al que no quiero llegar. He llegado a disfrutar tanto del camino que me desagrada el destino, o así al menos es como me gusta verlo. Porque la otra manera de verlo es reconocer que tal vez me guste huir, y que por eso me siento tan bien en la carretera, lejos de todos y de todo, lejos de la responsabilidad y del tener que pensar o decidir. Sólo hay que seguir la autovía, sin cuestionarla, sin pedirle cuentas, sin hacer preguntas incómodas. “¿Qué hay más allá?” podría preguntarle. “Más asfalto” me respondería. Y me parecería bien. ¿Cómo no va a parecerme bien? Simplemente sigue, acelera, frena, gira, otras horas más de viaje, de coche y de cafeína. Pero al final, siempre, llego al destino. Un momento abrupto, disruptivo. De pronto apagas el motor y todo se termina. Sales del coche y lo dejas atrás como si no te importara. Pero no es cierto, echas una mirada atrás, añorando los momentos en los que estuviste con él ahí fuera, en la carretera.
En donde menos solo me siento es en donde más solo estoy.