Me siento aquí delante simplemente con ganas de escribir algo. Con la sensación de que tengo de dejar salir un vapor a presión dentro de mi cabeza que se materializa en los golpes rítmicos sobre el teclado en el que se apoyan mis manos. No hay un plan, ni un bosquejo, ni siquiera una idea vaga y deforme como la silueta del aceite y el vinagre sobre un plato blanco fabricado por una multinacional sueca. Tras varios intentos fallidos, recordando siempre aquel soneto de Lope de Vega del que he tenido que buscar en Google el nombre, he preferido escribir sobre escribir.
No es algo nuevo en mí. Es una recurso habitual que hago cuando no se ni qué hago aquí. Pero tranquilo, esto nos llevará a alguna parte, y es que ninguna parte es un sitio al fin y al cabo. Como una carretera que termine bruscamente en mitad del desierto. De todas formas, disfruta el camino, que suele ser mejor que el destino. Aprecia las palabras que uso y por qué utilizo esas y no otras. O la composición, o incluso el contraste entre las letras y el fondo. Imagina un río naranja que serpentea a través de la jungla color verde apagado y que parece reptar como si fuera la parte viva de la escena, con un sol amarillo y enorme poniéndose al fondo que me recuerda, como todos los atardeceres, que el tiempo pasa inexorablemente y que estaremos muertos práctica y matemáticamente toda la eternidad.
Ya va saliendo un texto con cierta consistencia, cuerpo, como un tórax humano que se generara por la confluencia de masas de células indiferencias y burbujas de líquidos iónicos, una suerte de magma genésico biológico. Visualiza un Shelby GT500 plateado con dos bandas negras que lo recorren quemando rueda en círculos mientras suena Airbourne y el sol se refleja sobre la cobra del radiador delantero. Una actividad sin sentido, sólo con la función biológica de divertirnos, una parte inherente a muchos seres vivos.
Parece que ya he aliviado bastante la presión. Habrá más, en otra ocasión.