Johan miró hacía abajo desde donde estaba y la altura de veintitrés pisos le mareó un poco. A sus pies se extendía lo que hasta hacía bien poco era su bulliciosa ciudad. Ahora estaba vacía, y sus edificios se levantaban hacia el cielo como el esqueleto de un animal gigante, como las construcciones abandonadas de civilizaciones antiguas. Posiblemente aun quedaba alguien allí, entre las habitaciones vacías, las calles silenciosas y los coches parados. Un alma perdida o un ladrón que estaría aprovechando la ocasión. Hay gente para todo.
De pronto, algo se movió al final de la calle enfrente del edificio de Johan. Intentó escrutar hacia donde le había parecido que algo se había movido. Un chico de unos ventitantos estaba saliendo de una joyería con una bolsa de deporte en la mano. Era sin lugar a dudas uno de esos saqueadores.
Johan preparó su rifle de francotirador y ajustó la mirilla. Nadie debía saquear nada, esa era la orden y debía cumplirla. Tal vez al día siguiente la humanidad sería extinguida por el fuego que caía a veces del cielo, pero ello no excusaba para no cumplir la orden.
El sonido del disparo duró un instante, pero su eco duró un poco más. Ya nada se movía en la calle.
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