Una habitación a media luz, mientras el sol se esconde tras los edificios. En el cielo quedan las nubes naranjas y rosadas. La ciudad está plagada de antenas y grúas como los pequeños pelos de un gran animal. Esa luz tenue entra por la ventana, e ilumina lo que puede, pero ya no es la que era. Unas difuminadas sombras esconden algunos rincones. Es domingo y suena una música de piano que me dice que los recuerdos serán buenos.
Cada vez está más oscuro, y la música cambia. Se hace más lenta y más melancólica. Fuera hay silencio, creo. Mi vida pasa ante mí. ¿Ya? Que corta. En otros tiempos recordaré tardes como esta, o no.
Siento la necesidad de fotografiar todo lo que me rodea, de filmarlo, de preservarlo. No quiero quedarme sin recuerdos cuando todo pase. No quiero que todo dependa de mi cerebro para almacenarlo y recuperarlo. Quiero vivir para tener algo que recordar. Pero sabes que no puedes vivir todos los días como si fueran el último porque acabaría siendo aburrido y acabarías para el resto de tus días, tristes días, tirado en alguna calle sin nada que hacer. No, debo racionar la vida. Hoy no haré nada rememorable.
Bueno, hay una cosa. Una cosa que recuerdo cada día, por todos y cada uno de los días, porque cada día es especial, porque cambió y cambia mi vida, porque sin ella, todo lo demás sería gris y apagado, como esa suciedad de los edificios que no se va a menos que literalmente pulan la superficie.
En este tiempo que he estado escribiendo esto, la luz se ha ido atenuando. La pantalla del ordenador alumbra más que el cielo, que está tornando a azul-violáceo. Aunque claro, mi ventana da hacia el oeste -cardinal y urbanísticamente hablando- y es por donde nace la noche, que persigue al sol (¿O es el el que la persigue a ella?)
PD: si algún día puedo elegir el piso en el que viviré, elegiré uno con enormes ventanales hacia el este.
No hay comentarios:
Publicar un comentario