El sitio se llamaba Puccini's. Un nombre muy italiano para ser de un polaco. Pero esa era la idea. Yo estaba en el aparcamiento, dentro del coche con las ventanillas bajadas, sudando. Daba igual que fuera de noche, la humedad y el calor no se iban a ninguna parte y menos allí dentro.
Miré alrededor. Las farolas iluminaban débilmente la carretera, el restaurante tenía sus propios focos y después nada. El resto estaba sumido en la más absoluta oscuridad. A lo lejos podían verse algunas otras luces solitarias. Siempre me había gustado mirar la oscuridad, la oscuridad profunda, auténtica, el más absoluto negro.
¡Qué calor hacía! Parecía que hasta el asfalto sudaba. Noté como me caía alguna gota de la frente. Miré y efectivamente el sudor se había estampado en caída libre sobre mi camisa. Lástima que fuera blanca.
En la radio estaba sonando "Have you seen Bruce Richard Reynolds?" en el momento en el que al fin, vi llegar el coche blanco que había pasado dos horas esperando. Y dentro del mismo, mi objetivo. Me metí la mano en el bolsillo y el metal me devolvió un poco de calma.
Esperé hasta que hubo aparcado. En cuanto abrió la puerta salí lentamente del coche, no tenía que parecer nervioso. Le pillé de espaldas, mientras estaba cerrando. Creo que no me oyó llegar. Ataqué sin vacilar, no puedes vacilar en el momento decisivo.
-¿Señor Tarkovsky?
Ligeramente sobresaltado, el viejo se dió la vuelta.
-Si, soy yo.- dijo un poco confuso.
Me metí la mano en el bolsillo y saqué una de las piezas fundamentales de mi trabajo: mi tarjeta de visita.
-Soy Scott Fitzgerald, de seguros Halifax. Quería proponerle un seguro fantástico para su local. Estamos en plena campaña y le regalaríamos el del coche.
Tarkovsky me miró como si fuera idiota. Odiaba que me pusieran esa cara. Esto es mi trabajo, yo no les pongo mala cara cuando me sirven eso a lo que este polaco llama risotto.
-No me interesa. Ahora, si no le importa, tengo trabajo que hacer.- Y se fue caminando hacia la entrada de empleados del Puccini's.
Volví a mi coche. Antes de arrancar, saqué de mi bolsillo el precioso bolígrafo metálico que había regalado mi mujer en mi último cumpleaños. Era reconfortante. Eché un último vistazo a la oscuridad, y me dispuse a volver a casa.
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