Entré en el salón mientras mis padres estaban viendo una aburrida película de sobremesa, esperando encontrarles en un estado de indiferencia y ligera somnolencia.
-Hay algo que quiero deciros- las manos me sudaban mucho, pero no podía secármelas en la ropa, parecería un crío.
-¿Qué pasa hijo?- mi madre me miró asustada. Mi padre parecía más bien curioso.
Me senté en el brazo de una de las butacas y les miré a los ojos, aunque me costó.
-Llevo tiempo queriendo deciros... bueno desde que lo supe, quiero decir, desde que me di cuenta...
Mi madre me estrechó cariñosamente la mano. Continué con un poco más de confianza:
-Papá, mamá, mi color favorito es el naranja.
Se hizo un silencio total. Alguno de los dos debió apagar la televisión cuando entré y no me di cuenta hasta que ese silencio, pesado como miles de toneladas de incomodidad, se posó sobre el salón.
-Pero nosotros siempre pensamos que te gustaba el amarillo...- comenzó mi madre y retiró su mano de la mía. Empezó a llorar con un llanto silencioso. Mi padre se llevó las manos a las sienes y exhaló aire durante un momento.
-¿Hemos hecho algo mal?- me preguntó mi padre.
-No, no es algo malo, yo sólo...
-¿Por qué no te gusta el amarillo?- consiguió decir mi madre entre sollozos.
-Simplemente es así, prefiero el naranja. No es que lo haya elegido, viene de dentro de mí; me gusta el naranja.
Mi padre abrazó a mi madre y así los dejé en el sofá cuando salí de la habitación. Eran los primeros en saberlo, pero casi más duro sería cuando se enteraran en clase y tuviese que aguantar constantemente los chismorreos y bromas sobre que me gustaba el naranja.
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