viernes, 5 de octubre de 2012
Ven
-Ven
Oí esa voz y me desperté. Me senté en la cama y me pasé la mano por la cabeza, que me latía tan fuerte que movía el aire a su alrededor.
Abrí la puerta y una pequeña cantidad de arena entró en la habitación, impulsada por el viento y el sol. La playa estaba desierta, como de costumbre. Caminé sin tener muy claro a dónde estaba yendo y eché la mirada atrás; los inmensos edificios de decenas de plantas me miraban muertos y vacíos como grandes esqueletos.
No tenía hambre recién levantado, algo raro en mí, pero que últimamente era cada vez más común. Hundí la mano en la arena hasta que encontré el bote de mermelada. Mermelada de higos robados. Extremadamente dulce, una sola cucharada me sirvió como obligatorio desayuno, más dictado por el cerebro que por el estómago. Volví a enterrar la mermelada.
Entré en el mar sin prisa, dejando que las olas le fueran dando un adelanto a mi piel de lo que le esperaba cuando se sumergiera. Cuando ya no pude caminar más y las rocas comenzaron a arañarme delicadamente los pies, nadé. Nadé hasta llegar a una roca picuda y solitaria en la que había una gaviota que la ocupaba como si fuera la reina del lugar. Tal vez lo fuera. Me miró como si lo fuera. No me quise acercar mucho, es mejor no provocar a los poderosos.
Miré al fondo y sólo vi oscuridad parcheada. Me quedé flotando un rato boca arriba, viendo el cielo intensamente azul, pero me cansé rápido al no haber nubes con las que poder fantasear.
De vuelta a la playa vi como unos mapaches salían corriendo de mi habitación. Me parecían simpáticos, pero no soportaba su manía de recogerme la habitación mientras no estaba. Luego nunca encontraba nada.
Me dispuse a mi tarea diaria; me senté delante de la piedra Roseta y la miré durante horas, pero seguía sin ser capaz de entender ninguno de los tres idiomas en los que estaba escrita. Frustrado una vez más, cogí el gran tomo que estaba a su lado: un manual descriptivo y muy minucioso de máquinas de ferrocarril a vapor de hacía más de cien años y de las que ya no existían ninguna. No mejoró mi frustración, pero al menos era más ameno.
Cerca de mi apareció una masa negra que se movía atraída por el metal, proyectando pseudópodos que brillaban con pequeños reflejos metálicos. Estuve un rato entretenido con la manera en la que fagocitaba un trozo de algo que alguna vez sirvió de algo en alguna máquina o estructura. Cuando me cansé tiré de uno de los pseudópodos para ver qué pasaba: se estiró como chicle. Sin embargo, cuando tiré más rápido se partió como plastilina. Ese pequeño instante me devolvió de forma súbita a mis cinco años, jugar con coches amarillos y piezas de madera calientes. Inmediatamente volví a la realidad al ver a la masa negra enterrarse en la arena.
El sol se estaba poniendo. Hacía tiempo me había preguntado que cómo era posible que saliera y se pusiera por el mismo punto cardinal, pero no se exactamente cuando, dejé de pensar en ello.
Me metí en la cama. Su voz volvería a sonar en mi cabeza justo antes de despertarme, y eso era lo único que me hacía dormir.
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